Por Valentina Rodríguez Ventancort*
Posturas rígidas y sonrisas de cartón. Sus voces se pisan constantemente. No se logra escuchar una sola propuesta con claridad.
Hablan de violencia de género y de todo lo que prometen hacer para combatirla. Refieren a la necesidad de darle a las mujeres un trabajo y herramientas económicas para no depender de los agresores, como si acaso la violencia entendiera de clases sociales.
Son los líderes políticos que aspiran la presidencia. No importa el país. Tampoco si se trata del primer o el tercer mundo. Podríamos encontrar la misma postal en casi todos los rincones del planeta.
Hombres en el poder, ocupando la esfera pública, tomando decisiones que afectan a nuestros cuerpos, hablando de cuestiones que jamás sintieron en las tripas, reafirmando un sistema patriarcal que los sigue escuchando a ellos, validando, dándoles privilegios. Sostienen esa imagen mientras mujeres que permanecen ausentes sostienen sus vidas. Lo hacen desde el cuidado, desde las tareas domésticas de los hogares, incluso desde la asistencia en el maquillaje, la limpieza y la puesta escena del plató cuando las cámaras se apagan.
Los miramos y sentimos que no hacen más que transmitir ruido e ideas preconcebidas. Están lejos, y no solo físicamente. Sería bueno que estuvieran aquí haciendo carne todas esas cifras y conceptos. Podrían ponerle cara a la violencia de género, ver sus consecuencias en la vida de estas mujeres que ahora los escuchan pero han padecido a causa de su falta de compromiso.
Ellas no se sienten identificadas. Tienen otras cosas en que pensar. Huyeron de sus hogares. Lo dejaron todo. No podían soportarlo más.
Se animaron a pedir ayuda aunque sentían que el miedo las paralizaba. Corrieron en la noche porque temían que no hubiese un mañana si continuaban con ese hombre que prometió amarlas y respetarlas pero hizo todo lo contrario durante años.
Ahora viven en un sitio despersonalizado que no es su casa, pero intentan sentirla como tal aunque no saben cuánto tiempo estarán allí. Nadie puede encontrarlas, la dirección permanece en el anonimato por protección. Conviven con otras mujeres con las que comparten historias de dolor, de estigma, de invisibilidad y resiliencia. El día a día se les hace pesado. Tienen que ir a terapia, hacer las tareas del hogar, participar en grupos, rendir cuentas. Deben seguir normas que no comparten, sienten que las infantilizan.
Se ven obligadas a escuchar a profesionales con quienes no siempre empatizan. Toman medicación para poder dormir, estar tranquilas, tener más energía o sobrellevar la depresión.
Tienen pesadillas. A veces lloran por las noches, hablan entre sueños, insultan o piden perdón. Se despiertan con ansiedad. Desean ver a sus hijos y cargan todos los días con la etiqueta de mala madre. Su entorno las ha condenado por el abandono, por consumir algún tipo de droga, por no haber cumplido con las expectativas sociales.
Sin embargo, no se señala tanto a quienes hicieron pedazos sus sueños, las obligaron a tener relaciones sexuales, las humillaron y aplastaron su autoestima, las aislaron y controlaron hasta hacerlas dudar de su propia identidad. Ellas transitan un proceso largo que las interpela y las obliga a deconstruirse.
Algunas no consiguen sostenerse en esa cuerda floja y lo dejan por el camino. Vuelven a sus hogares. No les falta fortaleza, no es su momento. Están aprendiendo a canalizar sus emociones, a reencontrarse con sí mismas, con su mejor versión. Les cuesta separar sus sentimientos en cuanto a los agresores.Los echan de menos y quieren creer en sus arrepentimientos. Se sienten culpables y a veces interiorizan ese discurso de que quizás se lo merecían. Al mismo tiempo saben que son destructivos y que no son ellas estando con ellos.
Yo las acompaño desde la escucha activa, desde la calma, desde una conversación. No siempre tengo las respuestas. También dudo. También me cuesta dormir y tengo la sensación de estar alerta. A veces permanezco en silencio pese a los gritos o las malas contestaciones. En otras ocasiones necesito sacar coraje y hacerles ver los límites. Lo intento pero no puedo evitar que su dolor no permee. Incluso su rabia.
En mi cabeza tengo presente que las decisiones que tome afectarán sus vidas. Me pregunto si estos hombres que se disputan el poder también lo tendrán en cuenta.
Ellas no les creen y tampoco creen en la justicia. Los golpes de la vida las han vuelto desconfiadas. Desde el sofá de esa casa que les dio acogida suben el volumen y escuchan, pero encuentran vacíos los discursos de estos señores que quieren representarlas.
Cuando termine el debate ellos volverán a la comodidad de su hogar, con sus familias, a un entorno seguro, a preocuparse por llenar las urnas.
Ellas solo quieren descansar y pasar página, seguir rearmando el puzzle de sus vidas, librar una batalla en la que bajar los brazos no sea una opción.
Apagan la televisión.
*Licenciada en Ciencias de la Comunicación Periodística. Universidad Ort Uruguay. Máster en Estudios de género, mujeres y ciudadanía. Integradora social en Espai Ariadna, Fundación Salud y Comunidad.