Artículo original en Pikara Magazine
Autora: Patricia Martínez Redondo
Ilustración: Emma Gascó
La falta de perspectiva de género en el abordaje de las adicciones provoca que las mujeres acudan en menor medida a los recursos institucionales y, si lo hacen, abandonan antes que los hombres
Escribo este artículo para Pikara gracias a Andrea Momoitio. Hace un tiempo que ella viene prestando atención al tema de usos de drogas, drogodependencias y adicciones en mujeres y, aparte de haber participado en un artículo suyo sobre consumo en espacios festivos feministas y queers (temazo), de vez en cuando hemos hablado de ello. En una de esas conversaciones informales por mensajería instantánea surgió: “Oye, ¿te animas a escribir un artículo sobre lo del abandono del tratamiento de las mujeres con problemas de adicción?” Porque resulta que hay una gran brecha de acceso a los centros de atención: llegan muchísimas menos mujeres que hombres, y las que llegan abandonan en general antes y en mayor proporción que los hombres. Sobre todo, en recursos residenciales de apoyo como las comunidades terapéuticas o los pisos.
Llevo trabajando en drogas desde 1995. Esta frase puede resultar claramente ambigua en su significado (y hasta castigada penalmente, ¡ejem!), pero me refiero a que llevo trabajando como educadora social en el ámbito de los usos de drogas y las drogodependencias desde hace casi 25 años. Empecé, a una edad muy temprana, en un recurso residencial “mixto” de apoyo al tratamiento con hombres y mujeres que, la mayoría de las veces. me duplicaban, como poco, la edad. Y allí estaba yo, con mis ideas cuasi adolescentes de la educación como acto revolucionario, proceso vital, acompañamiento… en una de las áreas consideradas más duras por excelencia de la denominada “intervención social”, por todo lo que se venía arrastrando en los años 90 con la “irrupción” de la heroína (y el VIH/sida asociado) en los barrios: pobreza, marginación, desesperación… muerte.
Entrecomillo “mixto” en el párrafo anterior y cada vez que use esa palabra, porque en ese piso había 17 plazas para chicos y 2 para chicas. Como en muchos otros recursos, la realidad es que se trataba de un espacio marcadamente masculinizado. Las estadísticas de admisiones a tratamiento en casi todo el Estado solían entonces situarse en torno a un 15-20% de mujeres frente a un 85-80% de hombres. Es algo que todavía pasa hoy. Hablamos de tratamiento ambulatorio en los centros de atención a las adicciones. Si introducimos en la ecuación los recursos residenciales “mixtos” (comunidades terapéuticas, pisos de apoyo al tratamiento, pisos de autonomía, etc.) las cifras de mujeres descienden aún más. En 1999 me marché de aquel recurso y me pasé varios años más trabajando principalmente con hombres cis y heterosexuales (y blancos, payos, con problemas de salud mental en algunos casos asociados al consumo, y en general de clase media o ‘baja’/empobrecida). Eran quienes llegaban a las redes de atención a los problemas con las drogas, red que surgió, como ya he señalado, al calor del denominado boom de la heroína, y que poco a poco se tuvo que ir diversificando como lo hacía la realidad social en cuanto a la “sustancia problema” y las personas atendidas.
En 2003 llegué a un recurso residencial de apoyo al tratamiento solo para mujeres, y fue entonces cuando empecé a cobrar conciencia de muchas cosas que hasta entonces no había sido capaz de ver. Y la principal conclusión que saqué es que en drogodependencias habíamos aprendido a trabajar con hombres, y nadie nos había dicho nada al respecto, claro. El androcentrismo en plena acción. Yo misma, a pesar de mi activismo en el feminismo y formación académica en las teorías del género, lo había interiorizado y practicado sin darme cuenta durante años. Aquel recurso estaba dirigido solo a mujeres, sí, pero casi nunca conseguíamos que estuviesen ocupadas 7 plazas en toda la Comunidad de Madrid. Allí también se cumplía aquello de que las mujeres no llegaban y además abandonaban en los primeros meses en mayor proporción que los hombres. Porque, y fue lo primero que identifiqué, que un recurso no sea mixto no significa que esté planificado desde perspectiva de género, esto es: teniendo en cuenta las consecuencias del sistema de género en la vida de las mujeres y, por tanto, sus necesidades.
Androcentrismo y falta de apoyos
Empecé entonces a investigar y a buscar formas alternativas de intervención con las mujeres drogodependientes mediante grupos específicos que incorporasen todo lo que había aprendido gracias a los feminismos y las teorías del género, y tuve la suerte de poder realizarlo en diversos espacios de tratamiento a lo largo de 2005 y años posteriores. También era consciente de que en los espacios feministas que habitaba, la realidad de las mujeres con problemas de drogodependencias era una gran ausente, aunque estuviésemos hablando de salud y género en muchos de aquellos espacios. En 2009 publiqué Extrañándonos de lo ‘normal’. Reflexiones feministas para la intervención con mujeres drogodependientes y lo que contaba en ese libro analizando las redes de atención de drogas y su androcentrismo sigue sucediendo 10 años después (aunque, eso sí, ha cambiado mucho la sensibilidad al respecto). Casi todas las mujeres drogodependientes que he conocido a lo largo de todos estos años (y así lo confirman los estudios) han pasado por multitud de situaciones de violencia de género en la pareja y fuera de ella, y se han visto sin posibilidad de acceder a los recursos puestos en marcha por las redes de igualdad y de género. Porque eran drogodependientes, quedaban (y quedan) automáticamente excluidas de dichos servicios. Si conocéis redes en las que esto no es así, siguen siendo la excepción a la norma.
Estamos en un momento muy importante de trabajo conjunto en distintos espacios, intentando que esto cambie, pero la realidad sigue siendo que cuando una mujer presenta problemas de consumo abusivo de sustancias, normalmente termina muy sola y sin apoyos, y atendida en una red, la de drogodependencias/adicciones, a la que le queda mucho que aprender en materia de género. Las hemos maltratado institucionalmente, pero en las redes feministas tampoco es que hayan ocupado mucho espacio de atención. En el libro también contaba el proceso de sorpresa por el que yo misma pasé ante los resultados obtenidos con el cambio en mi forma de “abordar el problema”: las mujeres en tratamiento venían al grupo regularmente durante los meses que duraba (mejoraba lo que denominamos ‘adherencia al tratamiento’), y claramente influía en su mantenimiento de la abstinencia. Es decir: la dinámica feminista de intervención en grupos específicos favorecía el desarrollo de ‘factores de protección’ frente al consumo abusivo.
Aparte de explorar metodologías feministas de intervención, la experiencia en el piso de mujeres me sirvió para centrar mi atención en por qué no llegaban si era un espacio específicamente dirigido a ellas, y en por qué se iban. Y fue cuando recibí la primera bofetada de realidad a nada que te parabas a mirarlo con un enfoque de género: la propia normativa de los recursos (“mixtos” o no) no estaba adaptada a las situaciones que muchas mujeres tenían. Por ejemplo: no podían entrar embarazadas y/o con hijos/as. Además, los tuvieran o no, se encontraban con que la normativa dictaba que en los primeros 15 o 30 días no podía establecer contacto con nadie de su familia o seres queridos (repito: nadie) y las obligaba a ir acompañadas por una educadora cada vez que salían. Ahí estábamos nosotras para frenar sus quejas y malestares cada vez que querían saber cómo estaba su madre, su padre, otras figuras de la familia, sus criaturas y/o adolescentes… Eso en el caso de que conservaran la custodia porque ese es uno de los grandes miedos por los que no piden ayuda, ocultan más tiempo el problema que tienen, y llegan a tratamiento (tanto ambulatorio como en espacios residenciales de apoyo) con un mayor deterioro en general que muchos hombres. Si dicen-reconocen que tienen un problema de drogas, cae una mayor sanción social sobre ellas, y la posibilidad de retirada de custodia de hijos/as aparece automáticamente (con los hombres, esto no pasa). ¿En qué cabeza cabe, una vez que tienes formación en psicología feminista, que las mujeres, en general, van a poder mantener este tipo de normativa sin problemas?
Desde mi equipo se decía que era que no estaban preparadas para el tratamiento, que aquellas normas (la no presencia de churumbeles, la incomunicación…) eran para lograr y favorecer que pudieran centrarse en ellas mismas. Hasta feminista les parecía aquello. Tener un espacio para ellas, centrarse en ellas. Por aquel entonces yo no tenía la argumentación necesaria como para explicar que a las mujeres se nos construye en relación, que no vamos a centrarnos en nosotras mismas por arte de birlibirloque y que, para nosotras, en general eso es algo que se trabaja y conquista. Ya alumbró Simone de Beauvoir en 1949 que las mujeres no éramos suficientes en nosotras mismas, y que se nos graba a sangre desde pequeñas que una mujer está completa cuando tiene pareja e hijos/as.
De hecho, resulta que las mujeres abandonan el tratamiento principalmente por las relaciones, tanto familiares, como de pareja/sexo-afectivas. Son sus principales motivos y dinámicas de recaídas y abandonos. Y esto sigue sin incorporarse a los centros de atención desde una perspectiva de género. Cuando consiguen llegar a los centros de atención (vuelvo a hacer especial hincapié en la mayor sanción social que reciben cuando reconocen que “tienen un problema”, tengan hijos/as o no), nos encontramos una realidad estadística: llegan sin apenas apoyo familiar y, si tienen pareja, suele ser un hombre también con problemas de drogodependencia como ellas. De la diversidad de orientación sexual ya ni hablamos. Hay pocas mujeres lesbianas/bolleras en los centros de atención y, si las hay, la falta de perspectiva de género en la atención a la problemática se da igualmente. A la inversa esto no es tan evidente a nivel estadístico, más bien al contrario: los hombres que piden tratamiento en general cuentan con mayor apoyo e implicación familiar (normalmente mujeres de la familia) y tienen pareja no drogodependiente.
La relación con la violencia
En nuestro espacio de intervención esto se ha enfocado tradicionalmente como “dependencia emocional” de las mujeres, naturalizando, con cierta impotencia profesional, que abandonen tratamientos por ello. Así lo “resolvemos”: afirmando que dependen de la sustancia y del varón. Y nuestras intervenciones en general provocan que sientan que estamos yendo a separarlas de sus parejas porque nos parecen relaciones perjudiciales para ellas (lo son, de eso no hay duda, pero no es la forma) y, por tanto, a que abandonen aún más rápido el espacio de tratamiento. Sirva este artículo para recomendar una vez más que los abordajes en todo caso deberían incorporar la importancia de lo relacional en la vida de muchas mujeres, y que está directamente relacionado con contenidos de género. El hecho de que estas mujeres hayan desarrollado una drogodependencia no puede hacer que se extienda el manto de lo ‘patológico’/la ‘dependencia’ sobre ellas y sus relaciones, invisibilizando los procesos de subordinación de las mujeres en general (como categoría sociosubjetiva) en las relaciones de amor heteroafectivas o familiares. Otro día abriremos el melón de las relaciones no heterosexuales, la no monogamia, el poliamor y la anarquía relacional…)
Es más, los centros de tratamiento no están preparados para una de las máximas expresiones de esas desequivalencias: las violencias de género. Principalmente violencias sexuales (dentro y fuera de la pareja), abusos sexuales en la infancia, y maltrato en la pareja. Una mujer puede pasar años en tratamiento por su adicción sin que la violencia sufrida aflore o sea tratada como un elemento a trabajar en la prevención de posibles recaídas o en el mantenimiento de la abstinencia. Así, esta realidad influye claramente en que dejen los tratamientos, puesto que estar sufriendo procesos de violencia interacciona con el consumo y la adicción. Está ya más que detectado que las mujeres presentamos adicciones y violencia en interacción. Una vez que están en las redes de atención, poco importa a efectos prácticos si fue antes la violencia y de ahí el uso de sustancias como forma de “hacerle frente”, o el uso de sustancias como algo previo y la aparición de la violencia de género como forma de disciplinamiento social. Sí, a las mujeres que abusan de sustancias, se las castiga, se las disciplina o intenta disciplinar específicamente mediante la violencia de género, desde sus formas menos “graves” a las directamente relacionadas con la aparición de traumas y estrés postraumático. La violencia sexual de hecho aparece en casi todas las mujeres con las que he trabajado a lo largo de estos 25 años. Y no solo en mi experiencia, también en la de muchas profesionales que han ido indagando en estas cuestiones. Sin embargo, estas realidades han supuesto paradójicamente que también muchas mujeres abandonen el tratamiento en cuanto el o la profesional hace un acercamiento a trabajar esas violencias, o “sencillamente” suceda que cuando entran en un espacio de mayoría masculina (a veces son 1 o 2 chicas entre 15 o 20 chicos), se metan en dinámicas claramente perjudiciales para sí mismas y se terminen relacionando de tal forma que: 1) acaben siendo expulsadas (esta opción es cada vez menos habitual porque los equipos son conscientes de que no es justo para ellas) o 2) ellas mismas se vayan a raíz de esas dinámicas/relaciones que establecen.
Este tema me resulta especialmente sangrante últimamente, ya que la organización de los recursos y la normativa no contempla que es en sí desequilibrante para una víctima de violencia sexual perpetrada por hombres (ya sea en su infancia, en la etapa más joven o adulta) introducirla a hacer un tratamiento en un espacio rodeada, precisamente, de hombres. No puedo evitar pensar en profesionales de las adicciones que por casualidad lean este artículo, y para ellos/as va este mensaje: claro que no entran con la conciencia de que la violencia sea algo a trabajar (ojo: es que desde los equipos tampoco lo vemos relacionado con la adicción) y claro que van a priorizar establecer una relación “por encima del tratamiento”… Si es que ahí están para ver si logran establecer un vínculo con alguien que no las traicione por una vez en la vida.
Se hace pues imprescindible un acercamiento feminista, que entienda la violencia sexual y otras violencias de los hombres sobre las mujeres como expresión de ese sistema de desequivalencia estructural que es el género. Es decir: las mujeres no sufren esa violencia específica en tanto que drogodependientes, sino en tanto que mujeres. La actuación profesional, tanto en su versión “desatención” como en su versión “atención desde un abordaje carente de sensibilidad y/o formación feminista”, es un elemento que influye negativamente en el mantenimiento en tratamiento. La cuestión es que en la actualidad hay más entendimiento y sensibilidad al respecto (nada que ver con 2005), pero son pocos los espacios de tratamiento que contemplen esta realidad como un eje de actuación y como algo intrínseco al tratamiento de la adicción. Hay poca conciencia de la necesidad de atención conjunta. Si la hubiese, los recursos de atención se diseñarían, en general, de otra manera. Mientras sigamos así, seguiremos ejerciendo una violencia de género estructural más sobre ellas. Otra más.
Solo quiero dejar además reflejado que, en Madrid, tuvimos en torno en 2008-2009 la experiencia de un recurso residencial diseñado para atender a mujeres con problemas de adicción y que fueran víctimas de violencia de género en la pareja/ex pareja. Recordemos que el ámbito de actuación de la Ley 2004 se ciñe a ese espacio relacional en concreto, aunque el concepto de violencia de género sea más amplio. ¿Qué sucedió? Que, lo mismo que en aquel piso en el que yo recibí las bofetadas que me hicieron abrir los ojos, no se llenaban las plazas. Ergo, conclusión “perversa”: no era un recurso necesario. Aunque hicimos investigaciones cualitativas que pusieron de relieve las razones por las que aquel recurso no funcionó, se cerró y no se ha vuelto a abrir uno de similares características en Madrid (si os interesa leer sobre ello, AQUÍ está disponible)
Sin embargo, hay otras partes del Estado donde sí se han puesto en marcha recursos adaptados a estas realidades y que funcionan bajo principios y valores feministas. Son ejemplos que llevan ya muchos años funcionando en Barcelona, en Villanueva de la Serena (Badajoz) o en Valencia. Estos recursos y programas son espacios no mixtos y han demostrado una mayor adherencia al tratamiento por parte de las mujeres, así como tasas más elevadas de consecución de objetivos marcados por ellas mismas. Son recursos basados en un enfoque de derechos y desde la perspectiva de género. ¿Por qué no se extiende su ejemplo? En mi humilde opinión, por un lado, siguen pesando mucho las formas tradicionales de funcionamiento; y por otro, la opción de incorporar este tipo de recursos pasa por una voluntad económica de la administración, así como por la formación de los y las profesionales en teorías del género y feminismos. Y eso no está fácil, porque no se trata de incorporar contenidos, sino de cambiar estructuras.
No sé si con todo lo comentado hasta ahora he conseguido dibujar el complejo panorama multicausal que hace que las mujeres abandonen más los tratamientos, pero podríamos resumirlo en que éstos son androcéntricos y se desarrollan bajo la pauta cultural y estadística masculina. Ellos son la medida de las cosas, lo “normal”, y ellas, nosotras, seguimos siendo la excepción y lo otro diferente a la norma. La atención a la drogodependencia pasa por la intervención sobre lo que resulta disruptivo socialmente, y muchas de las problemáticas de consumo abusivo de las mujeres se desarrollan de forma oculta y en soledad. Porque otro día hablaremos de los consumos problemáticos y las adicciones en mujeres relacionadas precisamente con el alcohol en soledad y el consumo de psicofármacos que, desde mi punto de vista, cuestionan el mismo núcleo de los tratamientos de drogodependencias. ¿Acaso resulta muy disruptiva socialmente una mujer que presente una adicción a los tranquilizantes porque no puede más con la carga de trabajo total que sostiene?. Pero lo dicho: eso lo dejamos para otro día.