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Brazaletes detectores de drogas en la copa: una medida poco útil contra la violencia sexual

Brazaletes detectores de drogas en la copa: una medida poco útil contra la violencia sexual

*Artículo originalmente publicado en lasdrogas.info el día 31/07/24

Autoría: Ana Burgos García

En las últimas semanas numerosos medios de comunicación se han hecho eco de la “nueva medida”, utilizada en las Fiestas de San Fermín de Iruña, para detectar si se han introducido sustancias psicoactivas en la bebida: las pulseras ‘centinela’. Y entrecomillo lo de “nueva medida” porque, en realidad, no es tan innovadora: pintauñastiras reactivas y otros kits llevan desarrollándose desde hace más de una década para, en principio, prevenir las agresiones sexuales bajo sumisión química. A estas herramientas se han sumado, en los últimos años, los populares tapavasos, promovidos tanto por empresas con un interés meramente lucrativo, como por administraciones públicas con más o menos voluntad política de abordar esta problemática de género. 

¿Pero son estos dispositivos útiles, recomendables o efectivos para combatir las violencias sexuales? ¿Se trata de una estrategia preventiva de calidad? ¿Es esta una medida feminista?

La respuesta a todas las preguntas es, en mi opinión y la de mis compañeras del Observatorio Noctámbul@s, un rotundo no.

Las violencias sexuales que tienen lugar en espacios festivos, contextos en los que se despliegan estas estrategias, están atravesadas en muchas ocasiones por el consumo de drogas, es cierto, especialmente el consumo voluntario de alcohol. Y esto es preciso tenerlo en cuenta por diferentes motivos, especialmente porque hay una percepción social sesgada de los consumos en función del género que justifica y legitima el ejercicio de la violencia sexual (en muchos casos, al agresor se lo desresponsabiliza, ya que “no sabía lo que hacía”, y a la agredida se la culpabiliza porque “se lo buscó”).

Otra de las razones para tener en cuenta este fenómeno es que en los casos de agresiones sexuales con presencia de drogas la sustancia más frecuente es, en la inmensa mayoría de los casos, el alcohol. Ni la burundanga, ni el GHB, ni la ketamina: el alcohol y, en menor medida, los psicofármacos. Lo aseguran las evidencias estadísticas y los diferentes informes toxicológicos año tras año. Y es que, en la mayoría de casos de agresión sexual donde hay situaciones de sumisión química, esta es de tipología oportunista: el agresor se aprovecha de las dificultades de la agredida para expresar consentimiento derivadas del consumo voluntario, no introduce ninguna “droga de la violación”(1) en la bebida. No tiene sentido, entonces, centrar tantísimos esfuerzos en prevenir que te “echen droga en la copa” si el suministro proactivo de sustancias para cometer violencias sexuales es tan puntual y minoritario.

¿Por qué, entonces, se le da tanto bombo mediático a las situaciones de violencias denominadas bajo “sumisión química proactiva”(2) y se diseñan tantas estrategias para combatirlas?

Por muchos motivos pero, sobre todo, porque se trata una violencia cuyas representaciones y los discursos que la rodean nos generan comodidad como sociedad, no nos interpelan, no van a la raíz de un problema -la desigualdad de género- que es estructural, que atraviesa normativas culturales, procesos de socialización, espacios diversos y asegura la distribución asimétrica del poder y la opresión de las mujeres y otros sujetos subalternizados.

Me explico:

Cuando se diseña un tapavasos, se piensa en un agresor desconocido, malvado, cruel, representado en muchos casos desde sesgos clasistas, racistas o capacitistas (pobre, racializado o loco), que te droga para violarte (la punta del iceberg de las violencias sexuales). Se aleja entonces la mirada del “hijo sano del patriarcado”, el agresor conocido, el primo, vecino, pareja o jefe que agrede de múltiples formas en la fiesta, el trabajo, la casa o internet: a través de tocamientos no deseados, insistencias ante negativas, miradas intimidantes, acorralamientos o difusión no consentida de imágenes de carácter sexual (sexpreading).

Cuando se diseña una pulsera que detecta droga en la bebida, se pone el foco en la sustancia, desviando la mirada del agresor y de toda la estructura social que genera y sostiene la violencia sexual como estrategia de disciplinamiento de género. Además, se pone el foco en la sustancia equivocada, relegando las drogas ilegalizadas al oscurantismo, a la desinformación y al tabú, criminalizando su uso y contribuyendo a la estigmatización de quienes las utilizan.

Cuando se diseña el kit “antiviolación” que llevas en el bolso al salir de fiesta, se pone el foco en el ocio nocturno como lugar paradigmático de ejercicio de las violencias, en muchos casos desde concepciones adultistas. Ni la juventud ni el ocio son factores de riesgo. Recordemos que, según los datos disponibles, muchos de los delitos contra la libertad sexual tienen lugar en el espacio doméstico, se cometen tanto de día como de noche, con uso de drogas y sin él, y su ejercicio es intergeneracional.

Cuando se diseña la tira que introduces en la copa para ver si te han echado algo, se responsabiliza a las mujeres de prevenir las violencias. Una vez más, nos centramos en qué hacemos o dejamos de hacer nosotras para evitar sufrir agresiones y no apuntamos a los potenciales agresores. De este modo, reforzamos la norma de género de “no provocar la violencia” por parte de las mujeres: ni con nuestra vestimenta, ni con nuestro comportamiento, ni con un consumo desmedido, ni con el descuido de nuestra copa, ni con el olvido del kit detector de sustancias. Si responsabilizamos a las víctimas de prevenir la violencia sexual, propiciaremos su culpabilización en caso de que no hayan “seguido las medidas correctas”. Esto se llama victim blaming y es la base de la cultura de la violación.

Cuando se diseña un pintauñas antidroga, no se generan espacios seguros, como se afirma en numerosos artículos sobre el tema. Al contrario: se genera alarma, pánico social y terror sexual, apuntalando la alerta en las mujeres y, por lo tanto, ejerciendo control y disciplinamiento sobre nuestros cuerpos, marcándonos pautas de comportamiento y limitando nuestra libertad.

En definitiva, estas estrategias refuerzan el mito de que la violencia sexual es un problema puntual que se da en contextos específicos y que es ejercida con un modus operandi concreto por parte de individuos inadaptados.

Pero, si concebimos la violencia sexual como una herramienta clave del sistema de opresión de género, entenderemos que su abordaje requiere estrategias complejas, transversales y feministas. Las políticas públicas con perspectiva de género interseccional consolidadas en el tiempo, la coordinación de los agentes implicados en la prevención y la actuación frente a las violencias, la organización social de base o la autodefensa feminista son estrategias mucho más interesantes y útiles para combatir esta violencia. Dejémonos de negocios cortoplacistas y demos respuestas estructurales a una problemática que, de una forma u otra, nos atraviesa a todas.

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1. El uso del término “droga de la violación” en este artículo es totalmente irónico. Considero que no existen “drogas de la violación” igual que no existen “navajas de robo” por mucho que se robe a punta de navaja. Se trata de un término que pone el foco en la sustancia y no en quien comete el delito, los agresores machistas, y que, por lo tanto, diluye el carácter generizado de la violencia sexual.

2. El concepto “sumisión química” está siendo problematizado desde análisis feministas. Lo utilizo aquí por lo extendido que está en el imaginario social, pero presenta algunos problemas. En este artículo, Laura Castells y yo misma te contamos cuáles.

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