Publicación original: Pikara Magazine, 03/04/2024
Autoras: Ana Burgos García y Laura Castells Ricart
Vino una tarde a su casa. En esa época ella ya vivía sola y se rindió. Se bebió una botella y media de vino y dejó que él tuviera relaciones sexuales con ella.[Notificación de auto de resolución de una denuncia interpuesto por agresión sexual continuada en el ámbito familiar]
Esta resolución hace referencia a una agresión sexual con presencia de drogas y que, sin embargo, está muy alejada del imaginario que se despliega cuando aparece en escena el concepto de “sumisión química”. De hecho, y a pesar del título que encabeza este artículo, esto no trata de ocio nocturno y drogas. Va, y siempre ha ido, de opresión de género y violencia machista.
¿Cuál es el imaginario en torno a la violencia sexual hegemónico y a qué objetivos políticos responde? ¿De qué elementos se compone? ¿Cuál es el papel del discurso y las narrativas mediáticas en este entramado? ¿Cuáles son las consecuencias para las mujeres y cómo se encarnan? ¿De dónde viene el éxito del concepto “sumisión química”? ¿Cómo se relaciona con la disciplina del terror sexual?
Empecemos por el final.
Sumisión química: consumación de una ideología
En el informe ‘Diagnóstico sobre informaciones mediáticas en torno a las violencias sexuales, el uso de drogas y la sumisión química’, que realizamos en el marco de nuestro trabajo en el Observatorio Noctámbul@s, buscamos arrojar luz sobre los imaginarios que se desprenden de cada forma de nombrar las agresiones sexuales con presencia de drogas como paso previo al análisis del impacto de las narrativas mediáticas que (re)producen estos relatos.
El primer concepto que encontramos, y que sigue teniendo más presencia mediática hoy, es el de “sumisión química”, el cual hace referencia a un modus operandi utilizado para cometer delitos de distinta naturaleza, no únicamente sexual. Sin embargo, este concepto ha cobrado protagonismo en los últimos años para nombrar únicamente los casos de delitos contra la libertad sexual, lo cual resulta problemático en tanto que se utiliza como sustituto de la violencia y, en consecuencia, la invisibiliza. En algunos casos se utiliza la terminología “violencia/s sexual/es bajo sumisión química”, que, aunque sí visibiliza la violencia, sigue apuntalando el imaginario que vincula estas agresiones a la tipología proactiva, es decir, aquellas en las que el agresor intoxica con alguna sustancia a la víctima para disminuir o anular su capacidad de reaccionar ante una agresión sexual. Así, se deja de lado el modo más común de ejercicio de violencia sexual cuando hay sustancias de por medio, el oportunista (también conocido como “vulnerabilidad química”), referente a las violencias en las que el agresor se aprovecha de las dificultades de la agredida para expresar consentimiento derivadas del consumo voluntario.
Los datos muestran que las agresiones sexuales con presencia de drogas suponen una tercera parte del total de agresiones y que, de esta tercera parte, aproximadamente el 80 por ciento responden a la tipología oportunista. Concretamente, y según datos del Hospital Clínic de Barcelona, durante el año 2022 se confirmó la presencia de sustancias en un 29 por ciento de los casos atendidos. De estos, en un 17 por ciento se trataba de una intoxicación intencionada por parte del agresor con el objetivo de agredir sexualmente. En el 83 por ciento de los casos, las mujeres agredidas habían consumido voluntariamente alguna sustancia. En ambos porcentajes, la sustancia más presente fue el alcohol, seguida de la cocaína y el cannabis.
La transformación política feminista es, a nuestro parecer, a lo que debería aspirar una conceptualización útil. Desde diferentes ámbitos se han propuesto nuevos conceptos que puedan visibilizar y dimensionar la realidad de todas las violencias sexuales cuando hay consumo -voluntario o no- de drogas, pero ninguno cumple con este objetivo. Cuando se habla de “violencias sexuales bajo vulnerabilidad química” o de “violencias sexuales facilitadas por drogas” se sigue poniendo el foco explicativo de las agresiones en el consumo de sustancias, no en la violencia.
Nuestra propuesta es hablar de agresiones sexuales con presencia de drogas para ensanchar y politizar no solamente el contexto de las violencias sexuales, sino también los espacios y las formas en las que se producen. Se trata de dar cabida a las diversas casuísticas relacionadas con el consumo de drogas cuando se da violencia sexual: consumo voluntario tanto con finalidad recreativa como con otras finalidades, uso de psicofármacos (con o sin prescripción médica) dentro y fuera de los entornos festivos (prestando especial atención al espacio doméstico) o, como se desprende de la resolución que encabeza este artículo, consumo voluntario como estrategia para gestionar la violencia.
El relato en los medios
La sobredimensión de una tipología concreta -la proactiva- tiene como consecuencia más inmediata que otras formas de violencia sexual no se reconozcan como tal y que se mantenga la lógica de la excepcionalidad. Si las violencias se muestran como algo raro y, por lo tanto, fuera de la normalidad de género, la norma sigue quedando intacta.
Si la violencia no se muestra como consecuencia de la desigualdad de género, esto es, por su dimensión estructural, se convierte en algo arbitrario y fortuito. La violencia, entonces, pasa a formar parte de aquello inevitable que conforma las condiciones normales de la vida de las mujeres que, además, asumimos implícitamente la gestión cotidiana de la amenaza de sufrirla. Esta esencialización del peligro es la base del relato de la violencia sexual. Se trata de un relato que, como señala Nerea Barjola, es el producto que “mediante la repetición de un mismo discurso, y de idénticos significados y mitos, alcanza el efecto deseado”. Así pues, con el análisis del discurso y los significados sociales se busca subvertir el silencio que protege la narrativa de la violencia: lo que no se dice constituye el alimento del que se nutre la disciplina del terror sexual que, en palabras de Barjola, es “una estrategia heteropatriarcal para controlar, someter y explotar el cuerpo y la vida de las mujeres [mediante] operaciones a través de las representaciones sobre el peligro sexual que nos marcan pautas de comportamiento y que nos generan miedo y, por tanto, control”.
En este sentido, y precisamente porque hay una estructura profunda anterior legitimando la existencia de la violencia (cultura de la violación), comprendemos las agresiones sexuales como un mensaje disciplinario no solo a la mujer que recibe la agresión, sino a las mujeres como colectivo. Las agresiones son siempre un castigo a la transgresión de haberse salido del lugar físico o simbólico que se le presumía; el desplazamiento de las mujeres a una posición no reconocida en el sistema jerárquico cuestiona la posición de los hombres en esta misma estructura: el poder no puede existir sin la subordinación.
Discursos hegemónicos
En las narrativas mediáticas que analizamos, encontramos una identificación progresiva entre “sumisión química” y “agresiones sexuales” que refuerza un modo de contar y visibilizar un tipo concreto de violencia sexual que concuerda con las lógicas y los mitos de esta violencia.
A través de estos mitos se dibujan escenarios muy alejados de la realidad de las violencias sexuales, los cuales despolitizan y dificultan la conceptualización, detección, abordaje y estrategias de autodefensa frente a las mismas.
Mitos sobre las lógicas y dinámicas de las violencias sexuales
Para moldear la narrativa de la excepcionalidad de la violencia, los discursos necesitan mostrarla como un suceso puntual y un fenómeno espectacular. No es extraño leer noticias repletas de detalles morbosos que no aportan información relevante sobre la violencia, sino que desvían la atención al espectáculo y al amarillismo, condición si ne qua non para situar la violencia fuera de la trama cultural machista y dificultar así su identificación y el posicionamiento político ante la misma. Un ejemplo: ‘El camarero que ayudó a la violada en El Maresme: “La desfiguró tanto que no supe si era mi clienta”’.
Otro mito es el que confunde y mezcla la sexualidad con la violencia: leemos atónitas “sexo no consentido”, “sexo con menores” o incluso “relaciones sexuales” como sustituto de violencia sexual. Titulares como ‘Seis meses de prisión por mantener relaciones sexuales con una amiga ebria que no las consintió’ o ‘Los policías drogaban a las gogós de Tito’s para tener relaciones sexuales’ contribuyen a construir un escenario de naturalización de la violencia sexual.
En la mayoría de las de agresiones en entornos de ocio nocturno que se visibilizan, el agresor o los agresores son desconocidos de la víctima, una figura que asume características lejanas y monstruizantes de las que se nutren sistemas de opresión como el racismo, el clasismo, el capacitismo o el cuerdismo. El artículo titulado ‘Sumisión sexual química o el peligro de la burundanga’ habla de “el caso del enano maligno” o de “el rumano de deseos lascivos” para dibujar, a partir de casos concretos, un perfil de agresor muy sesgado y lejano a la realidad de las violencias, además de muy injusto. También se da una fuerte invisibilización de quienes cometen agresiones: el uso de oraciones impersonales como ‘La discoteca donde se violó a una joven…’ para titular noticias en las que se lee que ya se han identificado agresores (en este caso detenidos y encarcelados) es una constante que difumina al agente principal de la violencia (hombres) y desresponsabiliza a quienes agreden.
No es así en el caso de los agresores con privilegios económicos, sociales o raciales: en estos casos se da una fuerte justificación, victimización o incluso idealización de los agresores. ‘El exjugador de la Arandina Carlos Cuadrado, tras conocer la sentencia: “Nos están intentando joder la vida”’ o ‘Alves: una estrella con su propia liga en prisión’ son claros mensajes de impunidad.
El reverso de la victimización de los agresores es la culpabilización sistemática de las agredidas: por consumir drogas (sanción derivada del sesgo de género en la percepción del consumo: atenuante para agresores y agravante para agredidas), por transitar “solas” (o no acompañadas de un hombre) determinados espacios a los que no pertenecen por mandato de género, por mostrarse como sujetos activos de placer, o por tener una sexualidad no normativa (no heterosexual, promiscua, etc.). El juicio social hacia las víctimas y su comportamiento es una constante en noticias sobre ocio nocturno, contextos de ligue o espacios donde hay uso de sustancias. Afirmaciones como “la joven violada en Bilbao había quedado con uno de sus agresores”, “La menor violada en grupo pasaba San Juan con unas amigas y se emborrachó” o “La vida “normal” de la chica violada en San Fermín: universidad, viajes y amigas” sancionan el comportamiento de las agredidas y la alejan del imaginario de la “buena víctima”, hecho que cobra especial relevancia en los casos de sumisión química proactiva, en los que el desagenciamiento de la víctima contribuye a la credibilidad de su relato. Como ya señalábamos en nuestro tercer Informe Noctámbul@s, “el foco sobre la sumisión química [proactiva] nos revela que de algún modo en el imaginario social las mujeres que son intoxicadas son más víctimas que las demás porque no han podido negarse o defenderse y por eso merecen nuestra indignación y alarma. Estas ideas inciden una vez más en diferenciar entre buenas y malas mujeres y apuntalan la responsabilización de las mujeres en buena parte de las agresiones sexuales”.
Mitos sobre los usos de drogas
En los relatos analizados encontramos muchas informaciones incorrectas sobre la tipología de las sustancias usadas y su relación con la violencia sexual, sobre el modus operandi prevaleciente en las violencias con presencia de drogas y sobre su frecuencia o el estado de las víctimas cuando reciben la violencia.
Identificamos centenares de noticias en las que se hace mención a la burundanga (escopolamina) y, en menor medida, al GHB, ketamina o benzodiacepinas. Numerosos informes epidemiológicos coinciden en que la sustancia más presente en los casos de violencia sexual es el alcohol. Noticias con titulares desafortunados y contenidos inexactos como ‘Estas son las drogas de sumisión química ante las que hay que estar alerta’, ‘GHB, la peligrosa droga usada por el violador “más prolífico de Reino Unido” para agredir a sus víctimas’ o ‘Qué es la sumisión química, conocida como ‘droga de las violaciones’ tienen importantes efectos. Por una parte, son relatos de peligro sexual que producen alarma y afianzan el miedo en las mujeres y, por tanto, generan inmovilismo y nos dejan inermes frente a las violencias; por otra parte, relegan a la sustancia al oscurantismo, al peligro y al tabú, hecho que vulnera nuestro derecho a la información y niega la capacidad de agencia en la gestión de riesgos y placeres; en tercer lugar, sitúa la responsabilidad en las drogas, como si hubiera “drogas de sumisión química” o, aún más grave, “drogas de la violación”. El último titular confunde el modus operandi con la sustancia, lo cual contribuye a la rumorología, al mito y a la desinformación.
La inmensa mayoría de noticias que abordan las violencias sexuales con uso de drogas asumen que la tipología “sumisión química” es proactiva, invisibilizando el modus operandi más frecuente, el oportunista. En 2022 se extendió como la espuma este titular: ‘Justicia estima que una de cada tres agresiones sexuales desde 2017 se producen bajo el efecto de drogas o alcohol’, del que se extrajo tendenciosamente que el 33 por ciento de las agresiones sexuales eran bajo “sumisión química proactiva”. El propio director del Instituto Nacional de Toxicología declaró que “a veces no sabemos cuál se ha producido [si premeditada u oportunista], nos faltan datos porque no ha habido un seguimiento a las víctimas”. Y añadió:. “Es clave, por ejemplo, saber si ella seguía algún tipo de tratamiento con ansiolíticos y el estado de mareo o pérdida de consciencia se produce por la interacción de estos con el alcohol”. La estimación, a falta del estudio pormenorizado de los datos que comenzará en 2022, es que el 15 por ciento de los casos corresponden a una sumisión premeditada”.
También asistimos a un aumento de la preocupación y la alarma frente a un supuesto aumento de la violencia sexual con uso proactivo de drogas. Titulares como ‘Drogadas para violarlas: la sumisión química, un problema cada vez más grave en Madrid’ alertan de ello pero, como señala la psicóloga forense especialista en violencias sexuales sin recuerdo Núria Iturbe, “desde el punto de vista de los datos judiciales o policiales no lo podemos confirmar. No tenemos datos exactos (ya que no se recoge ni en las sentencias ni en los atestados) ni tampoco tenemos datos anteriores para confirmar el crecimiento. Sin codificar un fenómeno se hace muy difícil estudiarlo”.
Problemas con los lugares a los que se enfoca y con las estrategias preventivas a las que se da eco
‘Tercera víctima de la burundanga en Galicia: una joven despierta sin ropa interior dentro de un coche’; ‘Inquietud en Francia por decenas de ataques con jeringuilla en discotecas’; ‘El lado oscuro del verano: más agresiones sexuales y más sumisión química’ son titulares que desvían la mirada del problema: los dos primeros ponen el foco en la sustancia atribuyéndole rasgos humanos e invisibilizando completamente a los agresores; el tercero pone el foco en la época del año, antropomorfizándola y representándola gráficamente con atributos exageradamente estereotipados: ¿es el verano el violador?
Las agresiones sexuales cometidas por más de un agresor y que son las que más cobertura reciben suelen explicarse por la juventud de los agresores -y de las agredidas-. La criminalización de la juventud y sus prácticas, como sinónimo de peligro y causa de la violencia sexual, se observa también en el protagonismo que se concede al espacio de ocio nocturno como espacio paradigmático de la violencia sexual.
La demonización adultista de las personas jóvenes, la concepción de los espacios de ocio como espacios de peligro, la criminalización del uso de sustancias -coherentes con las políticas de drogas hegemónicas prohibicionistas- desvían del problema y salvaguardan la norma patriarcal de la violencia sexual.
En cuanto a las informaciones sobre estrategias preventivas, proliferan mensajes como: “Ya existe un esmalte capaz de detectar droga en tu bebida”, “No compartas tu bebida ni aceptes bebida de nadie”, “El novedoso brazalete que detecta droga en las bebidas”, “este kit te ayuda a saber si han puesto algo en tu bebida”, “se repartirán 3000 tapavasos con tal de evitar agresiones sexuales” … Estos mensajes, además de ser cortoplacistas y responsabilizar a las mujeres, construyen un problema, opacan otros y apuntalan la lógica de tutelaje de nuestros cuerpos. El aleccionamiento y control del comportamiento de las mujeres limita nuestra libertad, fomenta la impunidad de los agresores y refuerza la cultura de la violación.
La prevención efectiva y de calidad de las violencias sexuales tiene que ir a la estructura, a la raíz del problema; tiene, sin duda, que atravesar siempre y profundamente un lugar: como dijo nuestra querida Nerea Barjola, “feminismo, feminismo y más feminismo”.